AQUEL NIÑO
La
puerta se abre y los pequeños, junto con los casi adultos, comienzan a ingresar
al lugar de encuentro. Algunos entran en grupos riendo, hablando de temas
propios de sus edades y hasta bromeando entre ellos. Otros ingresan
solitariamente como si de momento no les interesara pertenecer a un grupo.
El
lugar se colma poco a poco de pequeños individuos esperando la hora que indique
el comienzo de la jornada de estudio y del desarrollo del pensamiento.
Sin
embargo, antes de que se diera inicio a esa jornada, un pequeño ser entró por
aquel portal siendo desapercibido por todos excepto por mí.
Su
caminar era lento, sus ojos como si el sol reflejara sus rayos en el rostro de
manera permanente. A su espalda iba su mochila que era sujetada por sus manos.
Iba caminando expresando una sonrisa que le descubría los dientes, y su andar
era acompañado con un gemido constante de su boca.
Al
verle, noté una alegría genuina, un rostro sin máscaras, un ser humano. Su
alegría cautivó mi curiosidad, y decidí observarle. Lo que pude apreciar fue a
un ser con un mayor grado de autenticidad de lo que hubiese visto en alguien
considerado normal para la sociedad.
Su
alegría era desapercibida por todos los que le rodeaban. El estar solo no
parecía afectarle a este ser; por el contrario, él mismo procedió a jugar a
solas colocando unos conos de color anaranjado sobre el césped y, una vez
dispuestos todos los conos, los volvía a recoger, acción que hacía repetidas
veces y que le producía gran gozo.
El
tiempo de mi observación se terminaba, y la hora de la jornada académica daba
su inicio. Cada niño y joven entonces dejaba la recreación para ir a sus aulas,
incluyendo a este pequeño ser con el que todas las mañanas aprendo de la
felicidad en la simpleza de la vida, de autenticidad y de ser como es, aunque
para el mundo no pertenezca a ese término de la normalidad. Pero ¿qué es más
normal que ser uno mismo?
FIN
POKOTO
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